Diana López Varela
Mírate ahí llegando a clase en tu primer día de insti con el pelo naranja con mechones rubios a lo Geri Halliwell en el videoclip Say You’ll Be There, pero manteniendo el candor y la inocencia juvenil con un corte desfilado a lo Amaia Montero de la Oreja de Van Gogh. Era el año 2000 y el negocio de las revistas femeninas para adolescentes todavía estaba en auge. Publicaciones que te ayudaban a peinarte mejor, vestirte mejor, ligar mejor, caer mejor, ser la más divertida y la más popular. A encontrar la mejor versión de ti misma. Yo estaba enganchadísima a todas y cada una de esas revistas y mi aterrizaje en el instituto (entonces, con 14 años) lo preparé yéndome a mi peluquería, buscando un estilo «atrevido» que demostrase mi fuerte personalidad. A las pocas semanas ya me había ganado un mote por el color de mi pelo y el vacile circulaba por todo el instituto.
Mi llegada a la adolescencia fue de lo más corriente y esperable para aquella época. Mi rebeldía no pasó de teñirme el pelo de muchos colores, hacerme unos cuantos piercings y tatuarme un pequeño gnomo en la espalda. Estuve golpeada, como todas, por los estereotipos de género que nos metían a fuego desde los medios de comunicación y desde las propias familias, y mi búsqueda de la identidad absolutamente condicionada por mi sexualidad y mi corporalidad. La excesiva preocupación por gustarle a los chicos, por caerle bien a las chicas, por parecerme a todas esas versiones de mí misma que eran las famosas y las modelos, era un trabajo agotador. Un trabajo que me robaba tiempo, salud y felicidad. Mientras vivía momentos únicos, sacaba las mejores notas, saboreaba besos inolvidables, la piel se me erizaba con una mirada y las amigas se convertían en tribu, mi autoestima se hundía. Muchas noches me acostaba exhausta después de interminables sesiones de abdominales que procedían a días racionando calorías. También escribía decenas de veces seguidas en folios que luego rompía en trocitos «me odio».
Hace unos días, mientras esperaba con mi hija en Urgencias, una adolescente llegó acompañada de su padre. Cuando al hombre le preguntaron en Admisión a qué servicio se dirigía su hija dijo, muy alto y enfadado, que iba a Psiquiatría. La chica enterró la cabeza en el pecho y no la volvió a levantar en toda la espera y, aunque no llegué a verle la cara, sentí su vergüenza y su dolor como propios. Recordé que la autodestrucción no es más que un SOS y que sentir que defraudas a tus padres, lejos de los mitos asociados a los adolescentes, es un peso muy difícil de gestionar cuando tienes 14, 15, 16, o 17 años. Diversos colectivos médicos señalan que desde la pandemia se han disparado los trastornos psiquiátricos en los adolescentes, especialmente entre las mujeres. Los ingresos por trastornos de la conducta alimentaria han subido un 20% en Madrid y las hospitalizaciones por autolesiones en la población de 10 a 24 años casi se han cuadruplicado en las últimas décadas en España. Aquellas revistas son cosas del pasado, pero la misoginia se ha renovado con fuerza gracias a las redes sociales. Convencernos del odio hacia nuestros cuerpos de mujeres y enseñarnos estrategias para destruirlos no es ninguna novedad.
Durante el proceso de desarrollo físico, intelectual, emocional y moral de la adolescencia se produce la construcción del autoconcepto y de la autoestima que nos va a acompañar durante toda la vida. Como adolescente, necesitas que se te escuche y que se te vea, pero como mujer, no quieres convertirte en la mandona, ni tampoco en la gritona. Hace ya varios años que la psicóloga Carol Gilligan investigó cómo a partir de los 8-10 años las niñas empiezan a silenciar su «voz» pública y dejan de decir abiertamente lo que piensan y sienten porque son tremendamente cuestionadas. Mantenernos ocupadas y enfermas por nuestra apariencia durante los años en que estamos más capacitadas para destacar y convertirnos en motores del cambio, siempre ha sido misión del patriarcado. Yo tengo un ejemplo muy gráfico de cómo me afectó este fenómeno: empecé el instituto en la primera fila de clase y acabé la universidad en la última. Mi liberación definitiva llegó cuando entendí que mi función en la vida no era complacer a nadie, ni siquiera a mi propia familia. Y eso lo conseguí gracias al feminismo.
Desde que me quedé embarazada me obsesioné con mi yo adolescente. Durante el confinamiento, que coincidió con mi gestación, me recreé en las fotos de aquella época, escribí una obra de teatro hablando de la adolescencia y publiqué un relato sobre la anorexia. Tampoco me había vuelto a sentir tan asustada y ansiosa, tan excitada y tan vulnerable a la vez. Después, descubrí que durante el embarazo el cuerpo de una mujer está expuesto a niveles hormonales varias decenas superiores a los normales y que la adolescencia es el único otro periodo vital en donde se produce un incremento similar de los estrógenos. Descubrí, que crear vida se parece mucho a pasar de la niñez a la madurez y que en ambos casos se producen cambios irreversibles en las estructuras cerebrales. Un estudio dirigido por la psicóloga Susanna Carmona del Hospital Gregorio Marañón señala que tanto en la adolescencia como en el embarazo «se da un proceso de poda neuronal y mielinización, que traducido al lenguaje común significa perfeccionamiento de algunas áreas y circuitos cerebrales», tal como señalan desde la web del Instituto de Salud Mental Perinatal. Ahora, cuando veo a una chica adolescente pienso mucho en eso: está gestando vida, su propia vida.
Las enfermedades mentales en la adolescencia no pueden estudiarse aisladas del patriarcado, del sistema capitalista ni de la degradación del medio ambiente. Los años que yo recuerdo con nostalgia están atravesados también por profundas crisis políticas, ecológicas y económicas. La responsabilidad de los gobiernos no pasa solo por crear muchas unidades de salud mental, muy necesarias, pero siempre insuficientes, cuando no se mejoran las condiciones de vida y se da esperanza a quienes les toca heredar los restos del naufragio neoliberal.
Querida adolescente que fui, pienso mucho en ti. Reconozco que fuiste más fuerte, más valiente y sensible de lo que cabría esperar. Y pienso en todas las adolescentes y todas las niñas que hoy sufren más de lo que les corresponde, que enferman, que acuden a su primera visita de Psiquiatría, que se avergüenzan. Algún día vosotras también estaréis infinitamente orgullosas de esa versión.
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