Trabajos femeninos: el valor de los cuidados

Sep 21, 2017 | Feminismo, General, Igualdad

Para estudiar el mundo laboral de una manera veraz y legítima es necesario abordar las implicaciones del trabajo doméstico
Por Sara Menéndez Espina, miembro del equipo de investigación Workforall. Universidad de Oviedo.

Si pensábamos que expulsar a las mujeres de las ciencias no iba a traer consecuencias, estábamos muy equivocados. Actualmente sí que participamos como científicas, pero por lo general estamos demasiado ocupadas compaginando la vida familiar y laboral como para poder influir en este campo de manera significativa. Recordemos que en las 50 universidades públicas españolas apenas un 21% de mujeres están ocupando una cátedra, y sólo 3 ostentan el cargo de rectoras. Tantos años obviando al género femenino en la sociedad ha provocado la construcción de unas ciencias sesgadas. Y ahora toca arreglarlo.

En el ámbito de la investigación, las ciencias sociales, la salud, las humanidades, etc. estamos acostumbrados a tomar dos vías: la producción científica básica, la que aborda el fenómeno que te interesa, y la investigación feminista sobre el mismo. Dependiendo de la época de la que provenga esa literatura, pueden encontrarse aportes feministas, normalmente descritos como las diferencias de género. Si se trata de investigaciones antiguas, no se encuentra nada.

De este modo, cuando se necesita leer sobre un tema y se quiere comprobar cómo ha influido el género y la estructura social patriarcal, se busca toda la literatura que lleve las palabras “género” o “mujer” en el título. Evidentemente, tras siglos de estudios donde se analizaba al “hombre” como único ser humano, se hizo necesario dar visibilidad a la investigación que rompiera con las reglas científicas normativas. En este momento, además, tenemos que estudiar de nuevo fenómenos que dábamos por sentado que eran universales. Ahora bien, si esa investigación sin visión feminista no tiene en cuenta al género, ¿qué está estudiando en realidad? Y lo que es más importante, ¿a quién?

Estas reflexiones surgen cuando te encuentras en medio de una investigación sobre precariedad laboral y llega a tus manos el libro de Isabell Lorey Estado de inseguridad: Gobernar la precariedad(Traficantes de Sueños, 2016). Un estudio sobre una cuestión que no es, en principio, de género, que ha sido escrito por una mujer y que cuenta con una aportación de Judith Butler en forma de prólogo. No sabes anticipar dónde estará el aspecto feminista, pero intuyes que esta obra tendrá un ligero tono morado. Te ilusiona pensar que por fin vas a encontrar un abordaje de un tema que nos afecta a todas y todos, y que no tendrá el tinte de género neutro propio de la ciencia. Pero el resultado supera las expectativas: la obra que has leído te ha explicado que sin género no se puede hablar del significado de precariedad ni de la génesis de lo que hoy entendemos como precariedad laboral. Y entonces te preguntas: y el resto de libros y artículos científicos que he leído, ¿de qué hablaban? ¿De hombres? ¿De mujeres que tenían solamente los mismos problemas que los hombres? ¿Acaso de ángeles?

Esta reivindicación de una ciencia con género no es nueva: desde el feminismo académico o teoría feminista se viene repitiendo hasta la saciedad. Y enfatizamos su vertiente en las ciencias relacionadas con el trabajo. De manera normativa, tanto la investigación del ámbito laboral capitalista, como su aplicación práctica por medio de las personas que moldean nuestro entorno y condiciones de trabajo, lo hacen sobre el sujeto varón. Todo esto se realiza con una falsa ilusión proyectada de que en el mundo laboral todos y todas somos iguales. Pero no lo somos. Una pequeña muestra de la existencia de este espejismo la podemos encontrar en las estadísticas. En las encuestas de trabajo europeas de 2016 se observa que la tasa de contratación a jornada parcial en España era del 24,1% en mujeres y de 7,6% en hombres (31,9% y 8,8%, respectivamente, para el total de la UE). ¿Qué puede haber detrás de esta disparidad de contratos? En España, la principal razón de trabajar a media jornada es la incapacidad para encontrar un trabajo a jornada completa, situación del 67,8% de los hombres y del 59,8% de las mujeres. El segundo motivo más frecuente es el cuidado de niños y niñas, ancianos y ancianas, y personas con discapacidad. Estas tareas son asumidas por el 13,1% de las mujeres, frente al 1,9% de hombres. Si se trata de otra responsabilidad familiar o personal, ellas vuelven a “ganar”: el 6,6% de las mujeres encuestadas frente al 1,2% de los varones. Por último, el 11,8% de ellos opta por esta jornada a fin de compatibilizar trabajo y estudios, y de ellas sólo el 4,3%.

Estas cifras no hacen otra cosa que visibilizar una situación que ya tiene un largo recorrido histórico en el actual contexto sociolaboral. Y es que uno de los mecanismos sobre los que se sustenta nuestro sistema económico y social es la labor gratuita, explotadora e invisibilizada del trabajo doméstico y de cuidados de las personas que mantendrán ese sistema vivo. Un trabajo que ha sido naturalizado e impuesto a las mujeres y que, como consecuencia de ello, ha sido invisibilizado tanto en la vida como en ese ente inmaculado que son las ciencias.

No nos detendremos ahora en comentar los pormenores del trabajo reproductivo, doméstico y de cuidados; no abordaremos cuestiones apasionantes como sus causas, cómo se desarrolla, qué ha implicado para la historia de las mujeres y la construcción de sus propias culturas. Siendo fríamente funcionales, lo que haremos será destacar directamente sus consecuencias.

El hecho de que las mujeres trabajen fuera de casa, como asalariadas, y dentro del hogar cuidando a otros, sin remuneración, pero trabajando, tiene feroces consecuencias tanto a nivel psicológico como de relaciones sociales. Se trata de un pluriempleo no reconocido, no pagado, no valorado, no comprendido, y, lo peor de todo, no contemplado ni especialmente estudiado, que facilita el desarrollo de estrés, aislamiento social, ansiedad, depresión, irritabilidad, agotamiento, y diferentes problemas de salud física. Es más, diversos estudios han encontrado que las mujeres presentan mayor sobrecarga cuando son cuidadoras en el hogar que los hombres que realizan estas tareas. También se agrava esta situación en las mujeres más jóvenes, pues ven en esta labor mayores conflictos para equilibrar en su vida la responsabilidad de los cuidados con el mundo laboral. Estas consecuencias no se limitan a las situaciones de pluriempleo femenino, sino que se extienden a las mujeres que se vieron y ven arrojadas a dedicarse de manera exclusiva a ese trabajo no considerado como tal, sin jubilación posible.

En las consecuencias a nivel social y económico hay beneficiarios y claras perjudicadas. Los beneficiarios son el grupo social masculino y el sistema capitalista. En palabras de Silvia Federici, “si no hay reproducción, no hay producción”. Es decir, el trabajo de cuidados tiene como objetivo final producir trabajadores, que a su vez producirán bienes y riqueza. Por otro lado, y volviendo a citar a Fedecirini, “si el capitalismo tuviera que pagar por este trabajo no podría seguir acumulando bienes”. Pero el patriarcado es más antiguo que el capitalismo, así que no estamos ante un fenómeno exclusivo de nuestro sistema económico y, por tanto, la simple lucha de clases masculinas no bastará para derrocarlo.

Décadas de investigación y activismo feminista han convertido la idea ancestral de que el cuidado es importante en la concepción de que se trata de un servicio básico. Básico para la vida humana, social, económica, etc. Nuria Varela lo sintetiza de manera muy lúcida en Feminismo para principiantes (Ediciones B, 2013) cuando explica por qué los movimientos feministas pasaron de querer abolir el trabajo doméstico, en los años setenta, a darle el valor que tiene ahora: “El trabajo no remunerado realizado fundamentalmente por las mujeres se presentaba como más importante que el trabajo remunerado. Más aún, esta actividad no reconocida es de hecho la que permite que funcione el mercado y el resto de actividades. El tiempo que se dedica a los niños y las niñas, a los hombres y mujeres desde el hogar es determinante para que crezcan y se desarrollen como seres sociales, con […] todas aquellas características que nos convierten en personas”.

Sin embargo, esta labor, sin la cual no existe ni sociedad ni trabajo ni estado, continúa relegada al ámbito privado, más si cabe en el contexto social e histórico posmoderno en el que tendemos a convertir lo público en privado, lo social en personal y lo colectivo en individual. Pero es una labor que se ha naturalizado en la figura femenina desde los inicios de nuestra existencia. El origen es claro: dado que las mujeres, o al menos muchas de ellas, parían, ellas cuidaban a las criaturas. Y como se encontraban en el hogar haciéndolo, también se encargaban de las tareas domésticas. Millones de años de evolución humana no han servido, aún, para cambiar estas relaciones en la mayoría de las sociedades.

En tanto en cuanto el trabajo doméstico y de cuidados se impone a las mujeres, no podemos obviar todo lo que afecta al resto de ámbitos de la vida. No podemos hablar del trabajo, de la crisis, de la pobreza, de la economía… obviando que la mitad de la población tiene que cargar con estas tareas de manera impuesta. No es correcto hablar de las consecuencias en la salud mental o física de las condiciones laborales sin poner énfasis en el papel de cuidadoras. Tampoco podríamos abordar temas como el ocio, la participación social y la ciudadanía pensando que el sujeto es diferente cuando cruza la puerta de casa. Las políticas de empleo no pueden obviar la desventaja laboral de las mujeres que asumen esos cuidados, y las acciones sindicales deben tenerlo también presente (acúdase, en este sentido, al trabajo de Precarias a la Deriva).

La propuesta para estudiar el mundo laboral de una manera legítima, por no decir veraz, exige hablar del trabajo pasando indefectiblemente por el abordaje de las implicaciones de los cuidados. Porque nuestra estructura social y económica se ha regido sobre un modelo patriarcal en el que la mujer realiza este trabajo de manera exclusiva. Tampoco sería eficaz intentar poner parches a este modelo únicamente con políticas de conciliación, puesto que las implicaciones están a un nivel más profundo y es a él al que tenemos que acudir.

La desigualdad de género es estructural a la sociedad y, como tal, debe abordarse siempre como elemento intrínseco en la investigación, en las políticas públicas, en la intervención comunitaria, así como en cualquier actividad en, para y sobre el tejido social. Porque es el mecanismo por el cual la mitad de la población carga con el cuidado de los bebés, los niños y niñas pequeños, la alimentación de la familia, el mantenimiento del hogar, el cuidado de personas con enfermedades crónicas, con discapacidad, ancianos y ancianas, etc. intentando combinar esas tareas gratuitas con las exigencias de un mercado laboral hecho a medida de quienes no cuidan. Por si fuera poco, lo hacen renunciando al ocio, el autocuidado, a la participación social y a otras muchas libertades. Y tampoco conviene olvidar que en las posiciones económicas más altas esos trabajos suelen ser subcontratados a otras mujeres, más pobres y con frecuencia migrantes, explotadas en su propio hogar y posiblemente en el de otras personas. Si no sabemos en qué sociedad vivimos, ¿cómo vamos a mejorarla?

Fuente: http://ctxt.es/es/20170823/Politica/14515/workforall-ctxtprecarizacion-trabajo-domestico-economia-reproductiva.htm