El padre de Diana Quer, Juan Carlos, en una entrevista en La Sexta Noche.
El aprovechamiento por parte de la derecha de los peores crímenes para tratar de imponer un sistema securitario que pueda ser usado con facilidad para controlar y castigar a toda la población es conocido; que las reformas de corte neoliberal van siempre acompañadas de aumentos en las penas también. Así como que es evidente que esto cala en la mayoría de la población y que es muy difícil combatirlo. Quienes defendemos un modelo de justicia basado en cambios estructurales y no en un marketing que atenta contra los derechos humanos sabemos de sobra lo que significa en términos emocionales oponerse a lo que exigen personas cuyas hijas han sido asesinadas. Sabemos lo que significa tratar de ofrecer argumentos racionales a quienes aportan emociones con las que la inmensa mayoría empatiza. De nada sirve poner sobre la mesa estadísticas que demuestran, sin sombra de duda, que el aumento de penas (en España ya se pueden cumplir 40 años) no hace descender en absoluto el número de los peores delitos, por lo que el endurecimiento de castigos no protege ni más ni menos. Sin embargo, estos cambios impuestos en caliente y a golpe de emociones siempre terminan desprotegiendo a los segmentos más vulnerables de la población (las cárceles están pobladas de gente pobre), favoreciendo la impunidad del poder y recortando libertades básicas y derechos. Que dicha mentalidad punitiva, cuando se expande de manera acrítica, siempre contribuye a crear un clima de temor sin fundamento en el que nos vamos anestesiando ante la vulneración por parte del estado de los derechos humanos, ante el que vamos normalizando la terrible idea de que cualquier medio punitivo que emplee el Estado es aceptable con tal de conjurar determinados peligros que nunca son como nos cuentan. Tampoco sirve de nada mostrar estadísticas indubitadas que demuestran que las cifras de reinserción son, en realidad, muy bajas; los que no reinciden no salen en los telediarios, pero sí los pocos que lo hacen. De lo que se trata en realidad, y se consigue, es de que asumamos como reales peligros que no lo son tanto, mientras que se invisibilizan peligros mucho más reales, pero que no se quieren combatir. El debate sobre el aumento de penas sirve, entre otras muchas cosas, para ocultar la realidad, y no para mostrarla.
Ahora estamos inmersos en la campaña para que no se derogue la prisión permanente revisable como han pedido la mayoría de los partidos políticos. El hecho de que esta campaña la protagonice el padre de una víctima le otorga muchas más posibilidades de tener éxito, puesto que la identificación de la gente con su dolor es mucho mayor y así, las peticiones de aumento de penas se presentan como supuestamente despolitizadas y transversales, como una demanda que surge de la propia sociedad. Pero no olvidemos que si dicha campaña no conviniera al poder, simplemente no tendría la visibilidad y el apoyo mediático sin fisuras que tiene.
El argumento más repetido en estas ocasiones es el que dice “que esto no le pase a ninguna otra niña”. Demostrar que aunque se implantara la pena de muerte con torturas estos crímenes seguirían ocurriendo en la misma medida parece no tener nada que ver con la cuestión. El apoyo de los poderes fácticos, de los medios de comunicación a este tipo de campañas es evidente. Durante las últimas semanas, quién se haya molestado en ver los telediarios de las principales cadenas habrá visto que en todas ellas la cuestión de la prisión permanente se ha planteado como una no-cuestión.
La manera en que se ha presentado ha sido la de dar la voz únicamente a los familiares de las víctimas (niñas todas ellas), y a personas favorables al aumento de las penas. En ningún caso se ha recogido en estos programas la opinión de juristas especializados, organizaciones de derechos humanos que vienen exigiendo la derogación de la prisión permanente y que podrían explicar de manera muy clara que el aumento de las penas no hace que disminuyan los delitos. Tampoco se menciona siquiera en la información que se ofrece que esta es una cuestión sometida a debate social y político. Se presenta como un asunto de razón inapelable, aunque lo que se está haciendo con dichas informaciones es construir, en ese mismo momento, dicha razón, que podría ponerse en duda con informaciones veraces que mostraran el conflicto, la opinión de los expertos, la mención a las estadísticas conocidas, la historia y la realidad en otros países, e incluso la posición de la mayoría de los partidos políticos en este momento. En definitiva, no hay nada más pedagógico que presentar algo que está en cuestión como un hecho consumado sobre lo que ya no hay debate alguno.
Lo que tampoco aparece en estas informaciones es el papel del feminismo en este debate. El feminismo parece que no tiene nada que ver con la cuestión a pesar de que las asesinadas son todas mujeres y los agresores todos hombres. Aquí también compete al feminismo revelar la verdadera inseguridad de mujeres y niñas, como ya ha hecho la campaña #MeToo que ha mostrado la prevalencia del acoso sexual en todos los ámbitos. Hay que asumir de una vez por todas que todos estos asesinatos terribles: Sandra Palo, Marta del Castillo, Diana Quer, Miriam, Toñi y Desiré, Anabel Segura, Mari Luz Cortés, todas las que podamos recordar, todos esos crímenes han sido crímenes machistas, violencia sexual contra las niñas, violencia de género. No podemos seguir tratando estos crímenes como si no tuvieran nada que ver con la misoginia. La revolución feminista consiste, entre otras cosas, en nombrar, politizar, conceptualizar también la violencia extrema. Y los agresores sexuales no son de género indefinido, como no lo son sus víctimas. Asumir eso sí ayudaría, y mucho, a mejorar la seguridad de las mujeres y las niñas. Ayudaría también a mejorar esta seguridad entender que los políticos que hacen ahora campaña aprovechándose de estos asesinatos son los mismos que se niegan a educar contra el machismo, a gastar en prevención o en educación, que son los mismos que se ríen del feminismo, los mismos que hacen declaraciones machistas o los que dicen que el machismo no se puede combatir desde el gobierno.
El populismo punitivo utiliza en su beneficio los asesinatos más terribles de mujeres y niñas al mismo tiempo que silencia su componente machista, niega que este machismo pueda prevenirse y que necesita ser combatido en su misma raíz. Y no solo no lo combate, sino que en realidad lo protege, también penalmente. Lo protege cuando no se esfuerza en desmontar la justicia patriarcal que es la que condena a un hombre a 1.000 euros por practicarle sexo oral a su nieta, o a otro a un curso de igualdad por intentar quemar viva a su mujer. La misma que pregunta a una mujer violada si cerró bien las piernas o la que entrega la custodia de los niños y niñas a maltratadores. La seguridad de las mujeres y de las niñas mejoraría mucho si se asumiera de una vez por todas que la posibilidad de que una mujer o una niña sea violada, abusada, o incluso asesinada, por un miembro masculino de su familia, por un profesor, por un individuo respetado de su comunidad, es infinitamente mayor que la de toparse con un asesino por la calle. Eso en términos de seguridad real, por muy horrible que sea cuando ocurre. Exacerbar peligros que, por más duros que sean, son remotos para ocultar los verdaderos peligros es lo que sabe hacer perfectamente este populismo punitivo y es a lo que las feministas nos deberíamos negar. Ninguna seguridad llegará a las mujeres de discursos que no tienen en cuenta el sistema del que nace la violencia machista. Los machistas no van a protegernos, así de simple. Y esto no vale sólo para el machismo, vale para todo. Cualquier debate sobre las penas necesita alejarse del foco emocional y mantenerse siempre dentro del respeto de los derechos humanos y de una cierta idea de la mejor sociedad que queremos construir. La emoción y la venganza no pueden estar en la base de la respuesta que demos como sociedad a la barbarie, o nos convertiremos en parte de ella.