La determinación del riesgo que sufre la víctima y una adecuada valoración por parte de fuerzas de seguridad y jueces, claves para la protección de las mujeres víctimas de violencia machista. Expertos coinciden en la necesidad de evaluar la conducta del agresor para determinar medidas más restrictivas, como la prisión provisional o el uso de brazaletes.
Tanto Martha Arazamendia (Huelva), como Cristina Marín (Madrid), dos de las últimas mujeres asesinadas por violencia de género en España, habían denunciado a sus parejas y obtenido sendas órdenes de alejamiento. Pero a pesar de que sus parejas tenían prohibido por mandato judicial acercarse a ellas o mantener ningún tipo de contacto de forma directa o indirecta, las dos acabaron asesinadas. Según los expertos, estas órdenes de alejamiento son medidas disuasorias, útiles siempre que exista una voluntad por parte del denunciado de acatarlas. Pero se convierten en una herramienta de dudosa eficacia si el agresor está dispuesto a hacer daño o matar.
«La orden de alejamiento es una advertencia que hace la justicia a un sujeto para que no se acerque a otra persona», afirma Marisa Soleto, presidenta de la Fundación Mujeres. El problema, explica, es que «cuando estas órdenes no van acompañadas de ninguna otra medida de seguridad excepcional, como la imposición de pulseras de localización o incluso la prisión preventiva, no cuentan con más recursos para su cumplimiento que la de la propia voluntad del agresor».
Estas órdenes de alejamiento son una medida de protección que supone una pena privativa de libertad de derechos y está regulada por el artículo 48 del Código Penal. Se trata de una medida de prohibición de aproximación o de comunicación con la víctima o aquellos de sus familiares que determine el juez. En el caso de las víctimas de violencia de género, la primera valoración se suele realizar por las fuerzas de seguridad, que mediante un cuestionario a la víctima introducen los datos en el sistema de seguimiento Viogén. De ahí surge una primera valoración del riesgo, que tendrá que ser ratificada o modificada por un juez. Estas medidas pueden imponerse de forma cautelar para evitar la comisión de un delito, siempre que se acredite que existe un riesgo.
Durante los últimos años se ha visto una avance en este tipo de medidas de protección. Años atrás era posible ver medidas de protección que alejaban a víctima y agresor con una distancia de 15 metros. Sucedía, porque en muchos casos los jueces tenían más en cuenta el hecho de no interrumpir el día a día del agresor, que la protección de la mujer. Uno de estos casos fue el de una pareja que tenía una ferretería y a la que el juez otorgó al marido una medida de alejamiento lo suficientemente corta como para que él pudiera seguir yendo a trabajar, a pesar de que la denunciante vivía justo encima del negocio.
Otro caso célebre es el de Ana Orentes, que después de años de lucha y denuncias consiguió que finalmente un juez determinara una medida de alejamiento que permitió al marido instalarse en el piso de abajo de la misma vivienda, en cuyo patio acabó por asesinarla.
Por eso, tal como reconocen varios expertos consultados por Público, la eficacia de estas medidas depende de que se realice una correcta valoración del riesgo que corre la víctima y de un análisis exhaustivo caso por caso.
Para Miguel Lorente, exdelegado del Gobierno para la violencia de género, estas medidas no están cortadas todas por el mismo patrón ni una misma actuación sirve para distintos caso. «El efecto disuasorio de esta medida depende mucho del perfil del agresor. A un asesino, lo que menos le importa es que haya una orden de alejamiento, de hecho muchas veces después del crimen se entregan a la policía o se suicidan», comenta. «Antes de imponer una medida de este tipo se tiene que estudiar cuidadosamente a la persona que pone en riesgo la seguridad de la mujer, es decir al posible agresor, porque cada orden debería estar dirigida a un caso concreto y que se apliquen criterios a la medida», añade.
Soleto comparte esta opinión. Afirma que «las medidas de seguridad que están asociadas a esa orden de alejamiento no dependen tanto de esta orden en sí, sino del nivel de riesgo que se determine para cada caso. Hay algunas veces que ves órdenes de alejamiento que puedan ser altas. Y cabe preguntarse si a alguien que ha intentado atentar contra la vida de otra persona realmente le bastan 500 metros o un kilómetro de distancia para no volver a hacerlo». Este es, para Soleto la pregunta del millón.
Para varios expertos, es imprescindible mirar la protección de forma integral porque se dan casos en los que se establecen órdenes de alejamiento al mismo tiempo que órdenes de visitas a los hijos, por lo que las propias medidas judiciales operan en contra del establecimiento de estas medidas de protección y obligan a ir a puntos de encuentro en los que se pone en riesgo a una de las partes.
Faltan datos y análisis
No es sencillo conocer el índice de quebrantamiento de las órdenes de alejamiento por violencia machista. La respuesta a una pregunta parlamentaria del Partido Socialista ponía en evidencia el pasado mes de abril que el Gobierno (entonces del Partido Popular) no tenía estadísticas que contabilizaran los quebrantamientos de estas órdenes porque el Registro Central para la protección de las Víctimas de la Violencia Doméstica y de Género no ofrece datos desagregados sobre estos incumplimientos.
«Las causas grabadas por este delito no indican si lo son por el quebrantamiento de una medida cautelar, pena, o porque el condenado se ha fugado de un centro penitenciario. Mucho menos se puede distinguir si el quebrantamiento lo es por una medida civil o penal», indicaba entonces el documento del Gobierno.
Según Marisa Soleto, estos quebrantamientos son muy altos y suponen uno de los delitos más numerosos por los que los maltratadores acaban en prisión. Según el último informe del Observatorio de Género del Consejo General del Poder Judicial, durante 2017 se produjeron cerca de 15.500 quebrantamientos de medidas, lo que supone alrededor de un 10% de los delitos instruidos, aunque no hay un desglose que permita conocer a ciencia cierta cuales han sido las medidas quebrantadas.
Este desconocimiento, precisamente, es el que lleva a algunos expertos a exigir un análisis y estudio en profundidad de cómo funcionan, cuál es el nivel de cumplimiento o de incumplimiento, así como los fallos del sistema. «Si el nivel de peligrosidad de una persona es tan elevado como para impedir que alguien se puede acercar a otra, tal vez sería necesario aplicar otras medidas más garantistas, como los brazaletes de localización o las prisión preventiva«, afirma Soleto. Sin embargo, añade, esto sólo se podría decidir tras una evaluación real de lo que está pasando con este tipo de órdenes.
Para Lorente, esta adaptación y estudio de las medidas caso a caso, también debería evaluar la necesidad de imponer medidas de seguimiento del agresor e incluso de prisión preventiva. Recuerda que en 2009, cuando se decidió invertir en brazaletes de localización, se compraron cerca de 3.000 pensando que alcanzarían para uno o dos años. Sin embargo, afirma, hoy sólo se están usando alrededor de 900 y están infrautilizados. «Hay un instrumento que es la valoración forense del riesgo, pero en general, esta no es una medida que apliquen habitualmente», afirma.
La pieza clave: la credibilidad de la mujer
«En lo que tiene que ver con la imposición de medidas de alejamiento, hay un factor previo que es si se cree o no a la mujer, si se considera que dice la verdad y si la amenaza se considera real o grave», afirma Lorente, poniendo el dedo sobre una de las principales llagas. Según este experto, en general «el riesgo se tiende a minimizar, a entender que una amenaza, incluso de muerte, es propia de la relación dentro de una pareja». «Es necesario avanzar en este sentido, conseguir una valoración del riesgo correcta y aplicar las medidas necesarias. Pero para eso, es imprescindible que se haga de una forma objetiva y no subjetiva, que normalmente minimiza lo que le pasa a la mujer por lo que la valoración del riesgo no se hace adecuadamente».
Pero la valoración no sólo está condicionada a que se crea o no a las mujeres, sino a entender el propio relato que ellas hacen. Soleto apunta a que el hecho de «que ellas no visualicen su nivel de riesgo puede llevar a una mala valoración del mismo, porque las víctimas no siempre hacen un relato que permita apreciar el riesgo. No podemos olvidar que la violencia que se ejerce en la pareja tiene un efecto de habituación nada desdeñable. Quien se acostumbra a que le peguen acaba diciendo esta frase de Lorente: ‘Mi marido me pega lo normal’, lo que hace difícil a veces hacer una valoración adecuada».
Pero Soleto apunta, además a otro factor a tener en cuenta a la hora de aplicar estas medidas de protección y repensar el sistema. En la mayoría de casos, afirma, son las mujeres las que terminan sufriendo las medidas de alejamiento. «La casuística es tan amplia», afirma, «que muchas veces son ellas las que se quedan en casa por no encontrarse con su agresor».
En el caso de La Manada, comenta Soleto, la decisión de que los condenados no pisen la Comunidad de Madrid, supone, de hecho, que la joven que denunció la agresión, esté confinada en esta comunidad».
Otro ejemplo, es el de una joven que, tras denunciar a su novio y obtener una medida de alejamiento, se lo encontraba en los bares a los que iba. Si bien puede llamar a la policía y pedir que lo alejen, el hecho más habitual en estos casos es que sea ella la que decida dejar de salir.
Otra reflexión a considerar, según Soleto, es la necesidad de la prohibición de dictaminar ordenes de alejamiento sobre individuos que ya hayan quebrantado una medida de estas medidas. «En general no se tiene en cuenta y se hace borrón y cuenta nueva, pero la justicia debería medir el nivel de arrepentimiento de los agresores y tenerlo en cuenta a la hora de aplicar medidas de protección».
Fuente: http://www.publico.es/sociedad/ordenes-alejamiento-herramienta-dudosa-eficacia.html