Como el comienzo de año es siempre un momento de balances y propósitos, puede ser también la oportunidad de volver reflexionar sobre uno de esos temas cruciales que provocan un gran debate en nuestra sociedad: la prostitución de mujeres.
Partimos de dos hechos: el primero, que frente a todo pronóstico, la prostitución aumenta en una sociedad como la nuestra, tan aparentemente comprometida con la «igualdad»; y el segundo, que lo hace a costa de miles de chicas, cada día más jóvenes, traídas de los países más pobres, sexistas y desestructurados del mundo. Frente a esta realidad, hay una machacona tendencia a difundir el mensaje de que la prostitución es «un trabajo como otro cualquiera», y que lo mejor es reglamentarla. Nuestra idea al respecto es sencilla: antes de actuar, hay mucho que pensar.
Para pensar, tenemos la filosofía, una cierta forma de mirar e interpelar a la realidad, crítica y reflexiva. Y que nos exige dedicar tiempo al asunto elegido. La filosofía no acepta pensar con slogans y frases hechas del tipo «como esto existe, lo mejor es reglamentarlo», «no podemos hacer nada contra ello, otros lo intentaron y fracasaron». Lo último que hace la filosofía es aceptar la visión fatalista y tradicional de la realidad. Tampoco acepta la visión publicitaria, que nos pide sumisión al mercado bajo la apariencia de rebeldía y transgresión: «todas trabajamos con nuestro cuerpo», «yo también hago la calle». La filosofía nos manda someter estas ideas a crítica y debate: ¡siéntate y piensa!
Empezaremos por pensar cuáles son las preguntas relevantes que le queremos hacer a esto que tantos directores de cine coinciden en hacernos ver como la vida alegre. La primera pregunta es por el ser. ¿Qué es la prostitución? Necesitamos una definición, unos conceptos que nos hagan posible ver esa realidad, para luego discutir sobre ella. La definición oficial es que la prostitución es el intercambio de sexo por dinero. Y en este mundo en el que el dinero es el valor supremo ¿qué hay de malo en ello? Esta definición convence y normaliza el hecho porque conecta con la lógica neoliberal: todos compramos y vendemos algo. Además, y por paradójico que resulte, también encontramos personas y asociaciones que se declaran muy anticapitalistas y muy antisistema y consideran el comercio con los cuerpos de las mujeres como una causa que defender, algo progre y transgresor. Les preguntamos ¿transgresor de qué?, si ir de putas siempre ha sido la norma para los varones, también en el mundo de sus padres y abuelos.
La filosofía, en su afán crítico, también nos puede llevar a cuestionarnos la propia definición anterior. Tal y como Sócrates interpelaba a los jóvenes sobre la definición de la justicia, sin aceptar el discurso oficial. Vamos a intentarlo, vamos a pensar otra definición porque ahora reparamos en que poner el acento en «el intercambio de sexo por dinero» encubre dos rasgos fundamentales de esta realidad. Primero, el hecho clave de que la prostitución tiene género: las prostituidas son mujeres y, sobre todo, los clientes son hombres. Segundo, el hecho de que lo que se vende no es sexo, es un cierto tipo de sexo, que consiste en que el varón obtenga placer del uso del cuerpo de una mujer. Hay que cambiar la definición anterior, porque hemos visto que falsea y oculta la realidad. No nos puede valer, nos impide ver.
Vamos a buscar una definición alternativa a la prostitución. La prostitución es una práctica por la que los varones se garantizan el acceso grupal y reglado al cuerpo de las mujeres. El acceso es en grupo, porque todos los varones pueden acceder, digamos en fila, al cuerpo alquilado, es un bien público, es un harén democrático. Es cierto que hay que tener dinero, pero esta condición no invalida el carácter accesible, abierto a todos, de la mujer prostituida. El acceso es reglado porque no tiene nada de natural y espontáneo, responde a una serie de normas conocidas y respetadas: las prostituidas están en determinados sitios, hay que preguntar cuánto es y qué se ofrece a cambio.
El libre acceso al cuerpo de las mujeres está garantizado en la casi totalidad del planeta. Un hombre puede viajar de Valencia a Pernambuco, pasar por Taiwan o Egipto. Basta con que pare a un taxista y formule esta sencilla pregunta: «¿Aquí, dónde están las mujeres?», «¿dónde están las chicas?», «tú ya me entiendes». Cualquiera de estas frases es comprendida en el lenguaje universal de las sociedades patriarcales. El imaginario simbólico de lo que es una mujer no puede expresarse con más claridad y sencillez. Es la sencillez que reclamaba el filósofo René Descartes para las verdades evidentes, claridad y distinción.
La prostitución como institución internacional y globalizada se basa en sostener que todo hombre tiene derecho a satisfacer su deseo sexual por una cantidad variable de dinero. A costa de quien sea, como sea y sean cuales sean las consecuencias. Si las familias de los países más desolados por la desigualdad y el sexismo venden a sus hijas, ése no es el problema de los clientes. Quién se las haya puesto ahí no es su problema, tal vez tengan prisa para volver a casa con sus familias, con sus hijas.
Otra cuestión a la que nos remite la filosofía es la concepción del ser humano que subyace a la institución de la prostitución. ¿Qué tipo de valores recibe el padre de familia, el adolescente al que se le recuerda que es normal comprar servicios sexuales? Tú placer es la norma de lo bueno y lo malo: con dinero tienes derecho a alquilar un ser humano para manipularlo durante un rato. La prostitución emerge ahora como una gran escuela de desigualdad humana, en la que chicos y chicas juegan un papel ciertamente distinto al que creían jugar en los pupitres de la escuela, donde todos parecían iguales. Ahora, las chicas resultan ser «chicas nuevas, preciosas, muy jóvenes», unas veces ofertadas como guarras calientes, otras como aniñadas y sumisas.
Cuerpos a los que tienes derecho a acceder, faltaría más, por qué no, sólo son mujeres.
¿Qué tipo de hombres se están construyendo a diario en la escuela de los burdeles que pueblan el paisaje de nuestro país?
Queremos acabar con un mensaje a los hombres. Hay una diferencia muy importante entre el tráfico de mujeres y otros problemas que nos causan tanta o más repugnancia moral. Como personas individuales -y aunque lo intentemos-, no está en nuestra mamo poner fin hoy mismo al hambre, al tráfico de armas, a las violaciones y a las guerras. Pero sí está en la mano de cada hombre individual poner fin a la prostitución. Basta con que hoy mismo ninguno vaya con su dinero a pillar una mujer. Tal y como llevamos haciendo toda la vida, las mujeres -y aquí estamos- no nos hemos muerto. Ellos, nuestros compañeros de viaje, son los que con su dinero y su continua demanda de prostituidas ponen en marcha a los proxenetas y las redes mafiosas. ¿Cuántos hombres se han levantado hoy y se han dicho frente al espejo «hoy me merezco un regalito», «hoy voy a acceder al cuerpo de una joven negra, no, mejor una chinita, no, una rubia Natasha, ¡decidido!» De cada hombre individual y su sencilla decisión depende el futuro de muchas niñas que están naciendo hoy aquí y allá.
La filosofía no sólo nos invita a pensar, también a hacerlo apoyados en lo que ya han pensado los otros. Para quienes sientan que ha llegado el momento de tomarse en serio el mundo al que nos encamina la banalización y normalización de la prostitución, pueden consultar aquí el número 16 de la revista internacional de éticas aplicadas DILEMATA, dedicado a la prostitución y la trata.
Ana de Miguel Álvarez. Profesora de Filosofía Moral y Política, Universidad Rey Juan Carlos