La cultura del maltrato

Ene 28, 2016 | General, Violencia

 Por Lidia Falcón. Feminista y Escritora.

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El patriarcado no es una palabra de moda, ni vacía de significado, ni una muletilla que les va ahora bien repetir a los políticos porque las feministas estamos dando la lata hace tiempo.

El patriarcado es el sistema de dominación de las mujeres y de los niños más antiguo de la humanidad. Significa que los hombres, por el hecho de haber nacido con más fuerza física y sin tener que sufrir las cargas de la maternidad, poseen el poder sobre las mujeres, y lo ejercen, y lo ejercen despóticamente porque hasta hace sólo 200 años las mujeres no se les oponían.

Pero a pesar de esos dos siglos de luchas el Movimiento Feminista no ha logrado todavía que el sistema ni aún se tambalee y el patriarcado domina el mundo. Por supuesto también nuestro país. Y ese dominio masculino se sostiene, se afianza, mediante la violencia.

Cierto que en este siglo ya no todos los hombres son maltratadores, y quiero que conste —para que los que me insultan diariamente tengan menos argumentos— que desde hace más de un siglo hombres feministas se han destacado en su defensa de las mujeres. Pero todavía son demasiados los patriarcas. El resultado es que la sociedad se asienta sobre la cultura del maltrato machista.

El niño y la niña nacen y crecen con la convicción de que el hombre es superior a la mujer en fuerza física y capacidad intelectual —todavía nos llaman locas a las feministas—, y que por tanto se le debe sumisión y admiración y tiene derecho a imponerse como sea sobre sus víctimas. Incluso matándolas.

En esa cultura que nos forma, nos informa, nos convence y nos somete, el maltrato se extiende, con sus tentáculos, dentro y fuera de la familia, a lo largo y lo ancho de toda la sociedad. Por eso resulta tan ridícula la reducción de los organismos oficiales de protección, a “la familia”, como quiere la derecha, o a “la esposa” o “la pareja sentimental”, como impusieron las socialistas.

La mayoría de los niños, las niñas y las mujeres están sometidos a maltrato desde que nacen. En el hogar familiar –y a abusos sexuales que es donde más se producen–, en la escuela, en la calle. De adultas sufrimos las humillaciones frente a cualquier hombre que detente la más mínima parcela de poder: El funcionario de la ventanilla, el policía municipal, el médico, el profesor, el asistente social, el juez, el fiscal, el psiquiatra, el vecino, el vendedor y el desconocido en el metro o en el autobús. Cierto que algunas mujeres también adoptan maneras machistas cuando desempeñan esos empleos, porque esa es la enseñanza del patriarcado: la cultura del maltrato.

Y no digamos las mujeres prostituidas, víctimas de todos: los prostituidores, los chulos, los macarras, los proxenetas, los policías, los políticos, los jueces, los periodistas y hasta esa caterva de las que se autoproclaman feministas que pretenden que se legalice.

Educados en la violencia, los niños aprenden pronto a maltratar a todo el que consideran más débil. El reciente suicidio de un menor, que ha seguido al de una adolescente el año pasado, ha parecido escandalizar a nuestra sociedad bienpensante, pero los gestos de repulsa no son más que hipocresía. En la cultura patriarcal el llamado bullying —ahora chapurreamos continuamente el inglés— es milenario. Los estudiantes más fuertes hicieron siempre victimas a los más débiles, y los niños a las niñas. Porque eso es lo que les ha enseñado el patriarca desde que nacieron, y ratificaron la escuela, los compañeros, las otras familias, los rectores intelectuales, la televisión.

Los responsables políticos y sociales, con una hipocresía y desfachatez inaceptables, dicen sorprenderse de que sucedan esas tragedias, pero en el colegio no se aprende a ser personas, como pedía María José Urruzola, sino a balbucear —y mal— algunas frases, a hacer ecuaciones —y mal— y a manejar aparatos electrónicos —y no tan bien—. Y a mantener la cultura patriarcal que enseñan los profesores.

El padre maltrata a la madre y a los hijos, los profesores maltratan a los alumnos y a sus compañeros, los directores maltratan a los profesores, los empresarios maltratan a sus trabajadores, los médicos maltratan a los pacientes, los jueces maltratan a los justiciables, los policías maltratan a los ciudadanos, los políticos maltratan a sus votantes. Y esta cadena de maltrato no es más que cultura patriarcal.

La cultura del maltrato se perpetúa. Hombres de ochenta años siguen recordando cómo el padre los oprimió y ahogó sus expectativas de vida, mujeres de sesenta años se desesperan porque no han tenido una vida sexual satisfactoria a partir de que el padre, el tío, el hermano mayor, las violara de pequeñas. Ejecutivos de alto rango, políticos, aristócratas, hombres de todas las clases sociales ejercen la violencia contra las mujeres y los niños.

Ya se ha publicado que nuestro rey jubilado, Juan Carlos de Borbón le pegaba a su mujer, la reina Sofía, aparte de los numerosos amoríos y adulterios que cometía públicamente, ante la aceptación y complacencia de políticos, cortesanos y periodistas. La baronesa Von Thyssen recibía palizas de su segundo marido, Espartaco Santoni. Concha Goyanes y Marisol sufrieron abusos sexuales durante toda la infancia, y cuando Marisol se convirtió en Pepa Flores aguantó los golpes del comunista Antonio Gades. Lola Herrera se confesó en el cine víctima de maltrato. Y más, y más, y más. Estos ejemplos solo sirven para alimentar las perversas y sucias tertulias de los programas de corazón, porque la cultura patriarcal, la del maltrato de los más débiles, no cambia, se perpetúa y se convierte en espectáculo.

La última —¿última?— víctima es una niña de 17 meses de la que el hombre que había pasado la noche con su madre, que acababa de conocer, ha intentado abusar sexualmente y después la ha arrojado por el balcón tras ser descubierto por la madre, a la que ha clavado un cristal en el cuello. El abuso sexual de menores y la pornografía infantil difundida en Internet lleva a detener a cientos de hombres cada año.

La discoteca Arny de Sevilla albergó durante decenios a pederastas, violadores y prostituidores de niños. Cantantes y cantaores, aristócratas y señoritos ociosos, que compraban —baratos— los servicios sexuales de menores pobres marroquíes. Pero después de un poco de escándalo y un juicio amañado, todos fueron declarados inocentes, menos el camarero, ante la satisfacción de periodistas y políticos. Yo fui la única que protesté por esa sentencia.

El duque de Feria, Grande de España, después de haber maltratado habitualmente a su esposa Nati Abascal, se dedicó a abusar sexualmente de niñas. Rafael Medina y Fernández de Córdoba, descendiente de nobles desde el siglo XV, por la alarma social que había desatado el caso, como dice el juez en su sentencia, fue condenado a 18 años, pero el Supremo le rebajó la pena a 9, y al cabo de poco tiempo se le concedió el tercer grado.

Cuando se comete un feminicidio los vecinos declaran en televisión que ya lo imaginaban, porque se oían los gritos cuando en la casa el asesino pegaba a la mujer. Pero nadie lo había denunciado nunca. Ni parientes, ni vecinos, ni asistentes sociales. Si la víctima lo hubiera hecho hubiese pasado a ser una denuncia más sobre la mesa de un juzgado. Cientos de mujeres asesinadas pidieron ayuda antes de su muerte, en ocasiones decenas de veces, a la policía o a los jueces. Que no se les prestara no causa escándalo a nadie. Ana Orantes lo hizo públicamente en una cadena de televisión. Lo que no le sirvió para librarla de ser quemada viva.

La cultura del maltrato rige toda nuestra vida. Las corridas de toros son nuestra fiesta nacional. El rey, un gran aficionado, le pega a la reina, sostiene relaciones adúlteras y le gusta matar osos y elefantes. El vicepresidente Alfonso Guerra, que lleva a su hijo de 12 años a disfrutar de la “faena”, tuvo dos mujeres públicamente, con hijos de las dos, mientras ejercía el segundo cargo de gobierno más importante del país, y todo el mundo político y mediático lo aceptó. Incluso le tenían envidia. De Felipe González eran públicos sus devaneos amorosos mientras estaba casado con Carmen Romero. El presidente del Gobierno, el ínclito señor Rajoy, considera aceptable pegarle un golpe en el cuello a su hijo, en público, y todo el mundo le ríe la gracia. Un ex ministro ha sido denunciado por su propio hijo por malos tratos a su madre, pero como la mujer no ha denunciado se ha sobreseído la causa por el Tribunal Supremo, y ahí sigue, como respetado diputado. Alcaldes, concejales, diputados, ministros, aristócratas, empresarios, obreros, abusan sexualmente de sus secretarias y obreras, le pegan a su mujer y a sus hijos, despiden a sus empleados, humillan a sus servidores, se burlan de sus electores, mienten sobre sus programas, su conducta pública y privada, cotidianamente, en el Parlamento, en la televisión, en la prensa, en la radio.

Las consecuencias de esa cultura, aceptada, asumida y normalizada es que toda la sociedad vive una tensión malsana, se relaciona entre sí con agresividad, ignora y desprecia, cuando no agrede también, al diferente: homosexuales, negros, emigrantes, mendigos, discapacitados. A las personas mayores no se les cede el asiento en los transportes públicos ni se les abre la puerta ni se les trata con respeto. Cada vez más número de hijos apalean a su madre.  Los jóvenes maltratan a sus novias, y ellas y ellos contestan con grosería a su madre, empujan y desprecian a los demás. Ellos, especialmente los hombres,  gritan e insultan a sus interlocutores en cualquier discusión y utilizan los términos más soeces y obscenos, generalmente sexuales o escatológicos en una conversación “normal”.  Los dirigentes políticos son capaces de dirigirse a sus adversarios con calificativos y bromas salaces. Incluso esas palabras se publican y se verbalizan en las revistas, periódicos, televisión, radio, y ¡Oh! especialmente en los deleznables diálogos de Facebook y otras redes sociales, donde todo vocablo malsonante  y todo insulto humillante tienen su asiento.

Ni la escuela ni los medios de comunicación enseñan a respetar a los seres humanos. El machismo está presente en los libros de texto, en las expresiones de los profesores, en el lenguaje de los alumnos, en los artículos y editoriales de prensa, en los libros de los escritores, en las conferencias de los intelectuales, en las sentencias de los jueces, en los chistes, en las conversaciones habituales.

Pero este tema no tiene cabida en los proyectos de nuestros políticos, que llevan más de un año difundiendo sus propósitos  de gobierno por todos los medios conocidos. No solo la cultura machista no ha tenido una línea en sus programas electorales sino que la cultura, esa que debe escribirse con mayúscula, no concita la atención de nadie. Por ello el ministerio de Cultura ha sido siempre una María, que incluso ha tenido la desdicha de ser administrada por Esperanza Aguirre y José Ignacio Werth, unida a la Educación. Para que las dos fuesen asesinadas.

Como las más de mil mujeres en los últimos diez años, a la par que un número desconocido de niñas y de niños.

http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2016/01/27/la-cultura-del-maltrato/