LIDIA FALCÓN
El asesinato de cuatro mujeres y una más gravemente herida en tres días en España, por sus compañeros sentimentales, levanta una pequeña polvareda en los medios de comunicación, en las asociaciones de mujeres y hasta en el gobierno, que anuncia 250 medidas para mitigar esa masacre. No conozco todas las medidas anunciadas, pero las que se han difundido son pequeñas puntualizaciones que apenas modifican la legislación vigente, evidentemente ineficaz. También hemos asistido en los últimos diez años a la representación de la misma conmoción que ante estas tragedias dicen sentir periodistas y asociaciones, cuando los feminicidos se suceden rápidamente en poco espacio de tiempo. Todo muy repetido. Como la insistencia del Ministerio de Igualdad, de las organizaciones de mujeres y del Observatorio de Violencia de Género en informar insistentemente que las víctimas no habían denunciado, o como en el caso de la última asesinada, que no habían ratificado con su declaración la denuncia presentada. La Federación de Mujeres Progresistas incluso hace hincapié en que únicamente el 8% de las víctimas de asesinato habían presentado denuncia anteriormente. Pero no aclara por qué ese 8 por ciento acabaron muertas después de denunciar.
En este tema se ha mostrado tajante, y hasta desafiante, el Presidente de la Sala de la Audiencia Provincial que absolvió al acusado y archivó el expediente cuando la mujer no compareció a declarar, y dejó sin efecto la orden de alejamiento dictada contra el que un día más tarde asesinaba a su esposa. Con una enorme seguridad en sí mismo, producto de la prepotencia que adquieren jueces y magistrados en razón de la impunidad que se les atribuye, el Presidente arguyó que si la víctima no mantiene la denuncia que nadie pretenda que se condene al acusado, “en razón de lo que en un futuro pueda hacer”. Y nadie le ha respondido, porque al parecer todo el mundo está de acuerdo, incluidos los grupos que se ocupan de las mujeres maltratadas.
Nadie le ha respondido que no se trata de condenar al acusado “por lo que pueda hacer en el futuro” sino por lo que ya ha hecho. Es decir, que el futuro asesino era en el momento del juicio un maltratador, por eso mereció una orden de alejamiento de su perseguida, y que para probar ese delito se debían haber arbitrado otras pruebas que la justicia no busca nunca.
Porque cuando la víctima es una mujer por violencia machista, ni el fiscal ni el juez se sienten obligados a perseguir de oficio el delito, aunque su calificación jurídica no deje lugar a dudas de que no se trata de justicia rogada, o para entendernos, solo perseguible por la víctima. En ningún otro delito la ausencia de declaración del perjudicado archiva por sí mismo el sumario. Se buscan otras pruebas de convicción que el fiscal insta porque esa es su obligación. En el caso de las mujeres maltratadas los informes forenses, las declaraciones de testigos que hay que exigir que comparezcan: vecinos, familiares, padres de los compañeros de los hijos del colegio, comerciantes del barrio, psicólogos y médicos que han atendido a la víctima. Pero ni el fiscal piensa que debe trabajar en ese sentido ni cuando la acusación particular solicita la práctica de estas pruebas el juez las acepta.
No hay delito que provoque mayor desconfianza contra la víctima que el de maltrato a la mujer. Jueces hay que antes de aceptar la denuncia solicitan un informe forense y psicológico “para determinar si la denunciante miente y se trata de una falsa denuncia”. Fiscales que no acusan ni buscan pruebas cuando la víctima no quiere ratificar la primera denuncia, psicólogos, trabajadores y asistentes sociales que emiten informes hablando de que “se instala en su papel de víctima”, vecinos y familiares que no acuden a declarar como testigos y no les pasa nada a pesar de estar obligados por ley, profesores que se niegan a acudir al juzgado o incluso a escribir lo que conocen de la situación de la víctima. Toda una conspiración patriarcal contra la mujer maltratada que concluye en la absolución del maltratador y en concederle la libertad para que a sus anchas pueda vengarse de su esclava, a la que se le entrega inerme.
Pero existe un coro unánime y perverso en atribuir a la víctima la culpa de su propia desgracia. Todos los gobiernos, independientemente de su afiliación política, ante la muerte de aquella ciudadana a la que tienen el deber de proteger, remarcan que si no denuncia o no ratifica la denuncia no pueden hacer nada por ella. Todos los jueces y fiscales se sienten irresponsables de la muerte de la que acudió a ellos a pedir protección, si no siguió las estrictas normas procesales. Los políticos nunca están concernidos por la masacre continuada de mujeres. Los legisladores se niegan, con el tono de superioridad que les da la propiedad de su escaño, a modificar la vigente Ley de Violencia de Género, que tiene 550 asesinadas sobre su recorrido legal. Los juristas se escandalizan ante la posibilidad de modificar la carga de la prueba, agarrándose a la presunción de inocencia del acusado, mientras a la víctima siempre se la presume culpable, y la policía no tiene medios para proteger a todas las que están amenazadas. Sobre todo cuando el juez ha dejado sin efecto la orden de alejamiento.
En definitiva, las mujeres son consideradas las artífices de su propia desgracia. En primer lugar, porque se casaron o se ajuntaron con hombres equivocados, si hubiese sido más espabiladas se habrían dado cuenta a tiempo de que aquel enamorado acabaría pegándolas. Son masoquistas y estúpidas si aguantan años enteros sin denunciar los malos tratos, y su necedad raya en lo inaguantable cuando no ratifican la primera denuncia.
Pero la realidad es que las víctimas conocen la indefensión en que se hallan: ni el médico que explora sus lesiones y no da parte a la policía ni el policía que aconseja a la maltratada que sea amable con su marido ni el fiscal que se inhibe del caso ni el juez que supone que está mintiendo ni el psicólogo que la desprecia por su debilidad, la van a ayudar. En consecuencia, ¿Para qué denunciar y acudir una y otra vez al juzgado –arriesgándose a la vez a la venganza del verdugo- si con orden de alejamiento o sin ella, con denuncia o sin ella, nadie va impedir que el asesino pueda acabar matándola?
El poder, con la complicidad de tantos y tantas rendidas al mismo, ha logrado su mejor propósito: que sean las víctimas las culpables de su propia desgracia.
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